Y así fue, con la misma ilusión y ganas del primer día pero con la prudencia y el miedo que desarrollas con la veteranía aparecimos en un mundo nuevo, diferente, completamente distinto a lo imaginado. Un mundo que no aparece en películas, ni en revistas de viajes, ni tan siquiera en propaganda de la mejor ONG del mundo. Un mundo del que no se habla y casi nada se sabe. Ese mundo maya al que seguimos con admiración todos los europeos. Esa “realidad” que nos fascina con su comprensión del Universo, sus costumbres ancestrales, su cultura milenaria, sus pirámides perfectas, sus colores…
Pero la realidad es otra y el pueblo maya, que no mundo, es totalmente distinto a lo previsto. Es un pueblo olvidado, perseguido, discriminado durante años e invadido siglo tras siglo que hizo que nuestra perspectiva de color se tornara a gris. Su cultura es lo único que les queda y les da valor, esa cultura que han mantenido durante siglos, que en ocasiones choca con libertades y derechos humanos, pero que sin embargo cumplen hasta el final, justificándose fieles a lo único que jamás les ha abandonado, la Madre Tierra.
Ese amor y respeto por la tierra donde nacen, el río que les lava, los seres vivos que les rodean es lo que permite a los mayas de Izabal seguir adelante con sus microproyectos que poco a poco defienden ante la administración pública y las empresas petroleras y mineras gracias a ayudas de organizaciones y fundaciones como PROCLADE. Esos mismos microproyectos que les permite desarrollarse, nutrirse, formarse y respetar lo que más quieren, la tierra.
Es este amor por la Madre Tierra y el respeto a sus mayores, lo que en esta ocasión nos da la lección de vida para seguir adelante y comprender que es posible un mundo mejor donde quiera que vayas. Un mundo unido en el que cada uno de nosotros, a nuestro nivel, nos entreguemos a los demás sin esperar nada a cambio; como hizo, hace y hará la Madre Tierra con cada uno de nosotros.